miércoles, 9 de octubre de 2019

Sobre el granizo y los truenos, de Agobardo de Lyon



La lectura de este sorprendente texto del siglo IX, "Sobre el granizo y los truenos" (De grandine et tonitruis; c. 815-817), de Agobardo de Lyon (769-840), publicado por Siruela en su veterana colección de «Lecturas medievales», constituye una magnífica prueba de cómo el devenir de los libros es siempre inescrutable. Un sermón ideado originariamente para combatir una superstición en la que no creo, apoyado en unos argumentos de autoridad que no comparto, nos depara una gratísima lectura que poco tiene que ver con las intenciones de su autor al componerlo. Agobardo, obispo de Lyon entre 816 y 840, fue una destacada figura del Renacimiento Carolingio, autor de una importante colección de textos latinos, epístolas y sermones en su mayoría. Sus obras, pronto olvidadas y luego perdidas, fueron recuperadas casi milagrosamente en 1605 por el humanista Papire Masson, que salvó el manuscrito que las contenía (fuente única del texto que se comenta) cuanto estaba a punto de ser «reciclado» por un encuadernador lionés (presumible fin de muchos manuscritos venerables), dándolo a la estampa ese mismo año en la ciudad de París.
El propósito de "Sobre el granizo y los truenos" no fue otro que combatir una superstición muy extendida en la diócesis lionesa: una fantástica creencia según la cual las tormentas de granizo, tan frecuentes y perjudiciales para la agricultura del territorio, eran provocadas por unos malvados «tempestarios» (immissores tempestatum), que trabajaban a sueldo para los naturales de un fabuloso país denominado Magonia («tierra de magos»).
Magonia
Estos magos extranjeros se aproximaban solapadamente a los cultivos en sus propios barcos, navegando sobre las nubes de tormenta, con el innoble fin de apropiarse de los frutos y granos derribados por el pedrisco.
La redacción de este curioso sermón pudo estar motivada por un hecho puntual, recogido en el propio texto: la presentación ante Agobardo de unos supuestos aeronautas, caídos de las citadas naves, que iban a ser lapidados por los indignados campesinos, y a los que el obispo logró salvar in extremis. Para deslegitimar estas delirantes patrañas, Agobardo se apoya en la autoridad de las Sagradas Escrituras (Éxodo, Salmos, Job, Elías…), componiendo un sermón erudito que incluye una completa antología bíblica de fenómenos meteorológicos adversos: rayos, granizo, lluvias torrenciales, sequías o nieve. El control de estas plagas naturales corresponde a Dios —argumenta Agobardo—, que las utiliza a su criterio para castigar a la humanidad pecadora, ya sea por su propia mano o valiéndose de hombres justos que actúan como intermediarios (como Moisés con las plagas de Egipto). Por tanto, la supuesta habilidad de estos infames tempestarios supondría una apropiación indebida, escandalosamente impropia, de un poder que solo pertenece a Dios, y que Este no podría tolerar en modo alguno. Aunque el argumento de autoridad es la herramienta principal de Agobardo —como corresponde a su época y estatus eclesiástico—, no faltan en su discurso los argumentos racionales, ni dejan de deslizarse en el texto algunas explicaciones de índole natural:
Pues también hay una causa para que ambos se produzcan [el granizo y la nieve], cuando las nubes se elevan más de lo acostumbrado en uno y otro tiempo [verano e invierno respectivamente].

Agobardo asegura además haber emprendido pesquisas personales acerca de la veracidad de los testigos, que siempre terminaron confesándole —apremiados por su autoridad— que nunca habían visto el fenómeno con sus propios ojos. También extiende Agobardo su incredulidad a la figura de los «defensores», hechiceros capaces de mantener apartadas las nubes de tormenta, un servicio por el que cobraban a los campesinos un impuesto denominado «canónico». Como estos pagos eran frecuentemente esgrimidos como excusa para no pagar el diezmo a la Iglesia, no debe extrañarnos mucho que Agobardo combatiera también esta creencia supersticiosa, en la que señala una gravísima falta de fe en Dios. Para finalizar, Agobardo añade a su sermón una breve crónica de la epizootia que castigó al territorio franco en 810, así como un resumen de los graves desórdenes que provocó y de las creencias irracionales con las que el pueblo ignorante pretendía explicar su aparición. Siquiendo quizás el modelo de Virgilio (Bucolica, III), Agobardo pone así un dramático punto final a su discurso




Agobardo predicando contra Magonia. A la izquierda pueden verse, maniatados, dos de los supuestos aeronautas caídos.

San Agobardo -su festividad se celebra el 6 de junio- como dije, ni creía en los tempestarios ni en la existencia de Magonia. El clérigo consideraba tales creencias propias de hombres sumidos en una “gran estupidez”, en una “profunda locura”, y se enfrentó a ellas abiertamente hasta el extremo de salvar la vida de cuatro supuestos tempestarios. Lo cuenta, con más detalle que el propio interesado, el abate Nicolás de Montfaucon de Villars (1635-1673) en sus "Coloquios sobre las ciencias ocultas".

Sucedió un buen día, hace 1.200 años, que los habitantes de Lyon capturaron a tres hombres y una mujer que, según el populacho, habían bajado de un barco volador. Los lugareños estaban convencidos de que se trataba “de magos enviados por Grimoaldo, duque de Benevent, enemigo de Carlomagno, para perder las cosechas de Francia”. Los acusados adujeron en su defensa que eran originarios de la región, pero que habían sido “raptados poco tiempo atrás por hombres milagrosos que les mostraron inauditas maravillas para que volvieran a contarlas”. Sus captores estaban dispuestos a lapidarlos hasta que los presentaron ante Agobardo, y éste medió en la disputa. Tras escuchar a ambas partes, el obispo de Lyon no dio crédito a ninguna. Dictaminó que “no era cierto que esos hombres hubieran bajado de los aires”, como matenían los lugareños, ni lo que los presuntos hechiceros decían haber visto. “El pueblo -concluye Montfaucon de Villars- creyó más a su buen padre Agobardo que a sus propios ojos, se apaciguó, liberó a los cuatro embajadores de los silfos y se acogió con admiración al libro que Agobardo escribió para confirmar la sentencia pronunciada”.

Tres siglos después de la publicación de los Coloquios, un ufólogo francés, Jacques Vallée, rescató la ciudad de las nubes del olvido en su obra "Pasaporte a Magonia" (1969). Según el hombre en quien se inspiró Steven Spielberg para el personaje interpretado por François Truffaut en Encuentros en la tercera fase (1977), “los seres de los ovnis actuales pertenecen al mismo tipo de manifestaciones que se describían en siglos pasados secuestrando humanos y volando a través de los cielos”. Ángeles, demonios, hadas, elfos y extraterrestres serían, en su opinión, diferentes denominaciones de unos mismos entes de otra dimensión que han influido en la historia humana desde hace milenios. “Magonia -sostiene el ufólogo en Dimensions (1988)- constituye una suerte de universo paralelo que coexiste con el nuestro. Se hace visible y tangible sólo a gente elegida, y las puertas que a él conducen son puntos tangenciales conocidos únicamente por los elfos y unos pocos de sus iniciados”.
 
Al igual que otros fracasaron antes en su empeño de demostrar que el Olimpo, el Cielo, el Infierno o el País de las Hadas tenían una base real, Vallée no ha logrado probar la realidad física de Magonia. De lo que no hay duda, sin embargo, es de que existe, aunque no tal como presume el ufólogo francés. Magonia está a nuestro alrededor. En todas partes y en ninguna. Y los tempestarios y las hadas, seres en los que ya casi nadie cree, han sido sustituidos en el imaginario popular por las personas dotadas de poderes extraordinarios y las entidades de otros mundos, sean extraterrestres o espíritus.

Ahí fuera -donde, según Expediente X, está la verdad-, hay individuos que, entre otras muchas habilidades sorprendentes, dicen ver el futuro; sanar graves enfermedades y lesiones mediante la imposición de las manos; estar en contacto con alienígenas; comunicarse con los muertos; doblar metales con el poder de la mente; leer el pensamiento de los demás; diseccionar la personalidad a partir de los rasgos de la escritura, y viajar en espíritu, escapándose del cuerpo. A pesar de que la vida diaria de la mayoría discurre al margen de lo sobrenatural, lo paranormal nos tiene cercados: enigmáticos humanoides habitan las más altas cumbres y la espesura de los bosques; monstruos antediluvianos viven en las aguas de algunos lagos; extraños dibujos aparecen de la noche a la mañana en los sembrados; barcos y aviones se esfuman sin más en ciertas regiones del planeta; estatuas de la divinidad lloran lágrimas de sangre; hay rastros de continentes sumergidos donde, en un pasado remoto, se desarrollaron civilizaciones más avanzadas que la actual; millones de seres humanos han sido secuestrados por los alienígenas que nos visitan a bordo de platillos volantes; la tecnología empleada para erigir las pirámides y otros grandes monumentos del pasado revela que sus constructores o bien tenían conocimientos extraordinarios o bien eran extraterrestres…
 
El misterio nos rodea, y son muchos los ciudadanos de los países desarrollados que se sienten perdidos en ese laberinto de espejos que es Magonia, sin saber qué paredes son reales y cuáles, mera ilusión. Sin estar seguros de si algo es cierto o ha sido deformado, consciente o inconscientemente, por quienes dicen haber visto o vivido maravillas. La culpa de esa desorientación no es únicamente de quienes la sufren, que podrían paliarla si pusieran interés, sino también de quienes deberían guiarles por ese laberinto de supersticiones. Como lamenta Robert L. Park, director de la oficina en Washington de la Sociedad Americana de Física, en su obra Ciencia o vudú (2000), “no es sorprendente que el público tenga problemas a la hora de distinguir entre charlatanes y expertos: no hay nadie que le diga quién es quién”. Porque la mayoría de los científicos prefiere mirar para otro lado.
 

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